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La edad es ingrata, y los recuerdos traicioneros. La añoranza y la nostalgia, se apodera de nuestra voluntad crítica y aceptamos que, como dijo el poeta, cualquier tiempo pasado fue mejor, a nuestro parecer, claro. Toda esta parrafada me lleva a la década de los ochenta del siglo pasado, a una de aquellas noches de fiestas de fin de año que tan bien pasábamos en “La Calle” de Valverde. Claro, era un mozo, sí, señor, pero me encontraba con paisanos de mi edad actual, nos felicitábamos tomando unos tragos y, en la amanecida, no faltó nunca una taza de caldo de pollo (sabía a pollo), y también, unos churros con chocolate. La Calle era un río en movimiento entre el Zabagu (discoteca o bar), el bar Los Reyes, el Casino, la cafetería de Domingo, ¡el gran Domingo!, y El Cine Álamo. Todo eran saludos de amistad, alegría y jolgorio. Todos disfrutábamos del momento, de la despedida de un año, con añoranza, esperanza y cada uno con sus particulares sueños sobre el venidero, y hasta algunos nos atrevíamos a tocar un timple desafinado e improvisar unas cuartetas de punto cubano en la esquina de alguno de los bares siempre con la agradable compañía de mis amigos Tito y Machín para pasar, según el nivel del alcohol, a la música folclórica y terminar con rancheras mexicanas de despecho, que son las tres fases de la borrachera según nos explicó una vez don Juan Ramón “El Médico” en sus amenas y recordadas clases en el instituto de Valverde. Cómo olvidar que, al día siguiente, el primero de enero, temprano había que botar el abono en los huertos porque esperaba la siembra de las papas en la víspera del Día de Reyes. Siempre me he preguntado si no había otros días en el año para estos menesteres. En fin, ¿ven cómo los recuerdos son traicioneros? El día treinta y uno del pasado año 2024, después de las doce de la noche, crucé por la misma calle, por la misma acera, ahora con unos trabucos de hierro colado que hay que sortear para no darse un golpe en la canilla, y estaba casi vacía. Unas parejas de jóvenes caminaban rumbo a la plaza, la calle estaba triste, apagada, ya no encontré calor en ella, solo está viendo pasar el tiempo, me dije. Nostalgia, añoranza, extrañeza, cabreo, no sé lo que sentí. ¿Cómo es posible que, en la noche de fin de año, donde salimos a festejar, los bares de la calle estén cerrados y solo exista un ventorrillo dentro de la plaza? Sí, ya sé que me estoy metiendo en un charco. ¡Y a este qué le importa!, dirán. Pues sí, sí me importa porque vi a la capital de la isla muerta, sí, me importa porque me he encontrado con amigos que vinieron a la Villa a celebrar el fin de año y regresaron a su casa ya que a cierta edad apetece más sentarse a reírse de la vida en un bar, que hacer guardia en un ventorrillo para tomar una cerveza en un vaso plástico. Sí, me importa porque si fuera turista que vengo a conocer la isla y no encuentro dónde tomar un café, no volvería jamás. Sí, claro que me importa. Me importa porque yo la vi y la viví de otro modo y hoy languidece mortecina. Sí, me importa porque aquí vivo y pago mis impuestos. En fin, ¿qué es un fin de año sin taza de caldo de gallina y sin churros con chocolate del amigo Severo? No es fin de año ni es nada, es un barullo. Mi opinión. Así nos va. |
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